A la luz de un mundo golpeado por el coronavirus, sobresaturado por las actividades en plataformas digitales y acuciado por el incesante aumento de problemas que van desde lo económico hasta lo emocional, el internet no abona a una solución. De hecho, podemos comenzar a olfatear una suerte de reinvención de la misma red -acabando con los mitos apocalípticos o con las fábulas de la integración-, que el mundo pospandémico en ciernes deberá confrontar más allá de los lugares comunes gestados alrededor de la virtualidad.
El documental El dilema de las redes sociales (2020) ofrece una serie de problemáticas que en nuestros días ya tienden a ser clichés, aunque no por eso son menos ciertas. La creación de burbujas informativas mediante el consumo de contenidos específicos a partir de algoritmos, la comercialización de la atención del usuario, o la construcción de la red como una autoridad para la solidez de la autoestima son, sin duda, aspectos reales. No obstante, no son los únicos, ni los más graves.
Todas las taras expresadas en el audiovisual de 2020 devienen del consumo, un consumo aparentemente indisociable de la actividad de la conexión, que incluso pareciera ser el móvil único de los arquitectos de la red. Pero, ¿es acaso esta actividad la única posible dentro de la comunidad virtual? ¿somos seres por antonomasia consumidores? La verdad es que no, pero también es innegable que una buena parte de la población no ha encontrado un uso más provechoso y menos adictivo de la tecnología.
¿Por qué otros usos no se hacen plausibles? La respuesta la da a grandes rasgos el documental: hay una maquinaria que trabaja con las emociones del usuario junto a un aura de comercialización indistinguible que atraviesa cada mínimo movimiento hecho en la red y lo convierte en información. A partir de estos datos se construyen nuevas dinámicas, nuevos contenidos que estimulan al usuario a consumir siempre un poco más; en paralelo, este es colocado en un nicho de información rentable para la aplicación, el cual le hace creer que la realidad se compone sólo de los contenidos que ve, todos tan afines a su forma de pensar el mundo como sea posible. Una apertura bastante cegadora.
No es intención de este escrito descalificar dichas problemáticas, aunque, si bien son reales, no resultan ser las peores. La construcción orgánica de redes o grupúsculos asociados a ciertas escalas de valores no es nueva y en la historia del internet han sido usadas tanto para la disidencia liberadora como para la excitación de ideologías supremacistas, racistas o excluyentes.
El verdadero galimatías no radica en el hecho de usar la red, como lo plantea el documental. Esto sería una perspectiva determinista. Develar que las personas caen en dichas dinámicas tóxicas debe remitir a otros problemas, cuestiones sociales estructurales como son las ideas supremacistas blancas, la xenofobia, la homofobia, el clasismo o el machismo. Tales problemas no surgen en internet por obra de la providencia; son traídos a la mesa por sus usuarios y después capitalizados (literalmente hacen dinero con ello) por los administradores. El problema, pues, no está en entrar o no, sino en quiénes están entrando y para qué.
Es cierto que las redes digitales son una materia relativamente reciente –sobre todo en Latinoamérica- pero que muchas personas se identifiquen con el documental de Netflix habla de una sociedad mal educada en los usos y potencialidades de la tecnología: suponer que los teléfonos celulares o los contenidos son los que nos arrastran al vicio es apenas una gota del vaso de inconciencia digital que se tiene actualmente.
La ética hacker, cuya génesis podría encontrarse en el amanecer del internet como un arma socializada (los movimientos de los 2010), plantea una serie de valores para un provechoso uso de la red: como liberadora y no como cadena. Muchas de estas premisas han sido olvidadas, rechazadas por los nuevos usuarios o incluso omitidas por considerar que no todos los que entran a la red lo hacen con propósitos activistas. No obstante, ser hacktivista –o aspirar a serlo- debería ser requisito no escrito para poder tener un desenvolvimiento idóneo en el internet.
La ética hacker, de acuerdo con Tascón y Quintana (2012) propone cuatro grandes postulados: el acceso al conocimiento (con aspiraciones a un carácter de ilimitado); la información con circulación libre; la desconfianza de la autoridad; y el valor del hacker por su conocimiento del sistema y su habilidad para moverse ahí, no por ninguna otra certificación ajena al terreno de lo digital. Esto, además, no supone la desaparición del ánima capitalista que intentará beneficiarse de las cualidades de la red, sino la lucha contra la misma.
Es cierto que hoy todos pueden acceder al conocimiento a través de diversas fuentes, pero no de forma potencialmente ilimitada, pues se han construido fuentes autorizadas que no necesariamente son las más fiables: Wikipedia, medios de comunicación oficiales, portales consagrados por un posicionamiento publicitario más que por una calidad en su información, etc., y que ocultan alternativas de información de mayor calidad.
También existe la circulación libre de información, pero eso no desata al usuario de la burbuja construida a partir de una minuciosa selección que hace de sus proveedores de información; si se lee sólo lo que acomoda a su pensamiento, difícilmente podría hablarse de libertad en la circulación; contemporaneizando a Rousseau: «el hombre nace libre, pero en todas sus redes sociales está encadenado».
Estar en la red ya tampoco es sinónimo de desconfiar de la autoridad, al contrario, ahora es una potencial arma para apuntalar ideologías gubernamentales; se ha vuelto extensión de la hegemonía plausible en la realidad física con medios de comunicación, empresas, instituciones, partidos políticos, industrias culturales. Todos esos órganos encuentran una forma de reforzar su influencia en la vida de las personas mediante la red. Esto sin contar que se han construido nuevas autoridades dentro de internet, a veces tan seccionadas que se vuelven indistinguibles: llámense «influencers» u «opinólogos» autodenominados de públicos seccionados (apenas unos miles).
Por último, también las llamadas redes sociales han devenido en una suerte de egotecas. La autoridad no se construye por la habilidad digital, sino que se trasladan los títulos universitarios, logros académicos, o superioridades intelectuales (todas estas avaladas por los «likes» y «me encorazona» de los contactos) para posicionarse como referentes dentro de la red. Al final, en lugar de crear una dinámica propia de los hackers, las redes digitales se convierten en la extensión de los espacios físicos auspiciados por auditorios complacientes.
Aunado a esto, existen más problemas inherentes a la hegemonía antes mencionada. Entre ellos, uno que señala Patricia Briones: «En todos los niveles sociales, políticos, culturales y económicos, se continúan (re) produciendo representaciones hegemónicas de sexo/género, posicionándonos en el tránsito entre roles tradicionales y emergentes sobre el deber ser de las mujeres y los hombres, exacerbando prácticas de violencia que sirven como mecanismos de control y escarmiento para quienes desafían el orden heteropatriarcal, racista y clasista, que sigue vigente y que encuentra en el ciberespacio una nueva plataforma para su perpetuación» (Briones, 2016:221).
Así, la hegemonía no es el problema en sí, sino la hegemonía de qué cosas. Todos los rasgos patriarcales (o misóginos), excluyentes, clasistas, etc., han posicionado a internet más cerca que nunca de la entropía. Las voces encarnadoras de dicho caos basado en una libertad mal gestionada y atravesada por las dinámicas de la modernidad capitalista (el consumo por el consumo), han posicionado al mundo interconectado como un sitio reproductor de las ataduras tradicionales de la humanidad y (ya) no como un espacio liberador.
¿A dónde nos habrá de llevar esto? El caso de Donald Trump es un ejemplo claro. Luego de que Twitter cerrara su cuenta por sus contenidos irresponsables, el debate intentó definir la acción como un atentado contra la libertad de expresión o una necesaria medida para evitar que el caos imperara en la red y consecuentemente se reflejara en los espacios físicos (como pasó en el Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021).
El expresidente norteamericano sintetiza el problema actual: las redes digitales no liberan al usuario de las taras sociales, políticas, económicas, sino que las apuntalan; por otro lado, ahora es internet el caldo de cultivo de nuevos problemas que surgen en los espacios físicos, es decir, se ha condicionado al usuario a actuar en su realidad en función de lo que ve en internet, y no al revés (como en las protestas sociales). Se ha llevado tanto la realidad a la red, que la red ahora va a la realidad. Y esto sin olvidar la inseguridad y escepticismo generado a raíz del bloqueo de Trump y otras cuentas (¿ya no estamos seguros tampoco en internet?).
Si esta politización magnánima del internet se coloca en el contexto pandémico, donde la virtualidad se ha explotado a niveles inéditos, se vuelve más comprensible que el uso de la misma sea más en aras de la relajación, el ocio y la búsqueda de satisfacción emocional que de la transformación del mundo. Esto conduce, nuevamente, al involuntario rendimiento y embelesamiento ante la dinámica capitalista que juega con las emociones, sensaciones y percepciones más primitivas del usuario.
¿Entonces? Parece que la liberación no estará en internet mientras la ética hacker no se universalice en los usuarios. La emancipación tendrá que ser del internet, rompiendo la cadena invisible en que se ha convertido la conexión. Es por eso que las dinámicas plasmadas en El dilema de las redes sociales no son del todo erróneas, pero sí muestran un horizonte reducido: el tema no es la introducción de un usuario a un mundo construido, sino la construcción de ese mismo mundo por el usuario.
Ante el caos que reina afuera y adentro, quizá sea buen momento para volver a las bases: usar el internet como un arma emergente, auxiliar, coproductora de una realidad mejor y un porvenir lleno de esperanza, pero, sobre todo, como un arma dependiente, manipulable y potencializada por el ser humano, nunca al revés. Un porvenir remixeado, entendiendo al remix como lo plantean Tascón y Quintana: «El remix en el activismo también es un camino para elaborar relatos alternativos y construir la épica de los nuevos movimientos» (2012:45).
Que nuestra nueva épica sea en la pospandemia. Y que la nueva épica sea volver a vivir en la realidad.
Bibliografía y referencias.
- Briones, P. (2016) “Hagámoslo Juntas (DIT): apuntes para reflexionar en torno al hackfeminismo” en Ética hacker, seguridad y vigilancia, México: Universidad El Claustro.
- Perera, R. (2018) “Movimientos conectivos y redes sociales: análisis de la Red Anonymous en Twitter”, en Prácticas comunicativas en entornos digitales, México, UNAM.
- Tascón, M. y Quintana, Y. (2012) “Ciberactivismo y ética ‘hacker’” en Ciberactivismo. Las nuevas revoluciones de las multitudes conectadas, Madrid, Catarata.
- El dilema de las redes sociales (2020), Jeff Orlowsk (Director), Larissa Rhodes (Productora)